Shan

Era noche cerrada cuando las fuerzas se conjugaron. Era noche cerrada cuando la luna llena se tornó negra. Era noche cerrada cuando la última esperanza brilló por primera vez. Kash y Yuvea cruzaron sus miradas. El presagio. La luna negra, el cielo plateado de la noche, el contraste entre la luz y la oscuridad. Asintieron en silencio, tragaron saliva ante la respuesta a la muda pregunta: ¿Estaban realmente haciendo lo correcto?
Ambos conocidos en extrañas circunstancias; Kash era un joven ente demoníaco con ideas revolucionarias y ganas de cambiar el mundo, de convertirlo en un lugar mejor (algo curioso, tratándose de un demonio); Yuvea era una muchacha morena, de ojos blancos, que ascendió por pura bondad al Paraíso y que logró convertirse en una de las personalidades más poderosas del mundo sobrenatural. Juntaron sus manos, coordinados ambos corazones, latiendo al unísono. De las dulces y delicada manos de Yuvea manó una luz blanquecina, cálida. Su aura comenzó a vibrar, sus inmensas alas, de suaves plumas blancas como la nieve, resplandecieron. Su luz absorbió la oscuridad que despedía Kash. Así, ambos se fundieron en uno, recitando mentalmente un sabio y poderoso conjuro, creado hace más de mil siglos.
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Matt tropezó. ¡Demonios! Un pequeño bulto entre las hierbas...¡Menudo estorbo! Justo cuando iba a darle un puntapié, el pequeño bulto comenzó a llorar. Matt dió un respingo. ¿Qué haría allí ese bebé? Lo congió con torpeza y lo apretó contra su pecho. Estaba fría, helada...¡Dios mio! ¡Un bebé no puede sobrevivir por mucho tiempo a una temperatura tan baja! Apretada contra él, Matt sujeto el bulto con toda la delicadeza que pudo y lo llevó a su cabaña enmedio del bosque. “Cuando Peet la vea, sabrá que hacer con él...heredó ese sentido de su madre” pensó con tristeza Matt, rememorando mejores tiempos.
La cabaña de un huraño enano enmedio de un denso bosque no era lo que Kash y Yuvea habían dispuesto para su nueva vida, pero al menos podían estar seguros que la pequeña había caído en buenas manos.



El sol brillaba con fuerza, como siempre en aquel lugar. Los rayos se filtraban por entre las hojas de las altas copas del bosque de almendros, que como siempre, estaban en flor. La brisa era suave, lo justo para que los oscuros cabellos de Shan ondearan y se enredaran entre sí. De repente, todo se tornó negro, el cielo se volvió oscuro y la suave brisa se transformó en un violento huracán. Shan tenía miedo. Quiso escapar pero su cuerpo no podía moverse. Un gran remolino se acercaba a ella, trayendo lluvia consigo. Shan gritó con todas sus fuerzas. Un grito enorme que rompió el cielo e hizo temblar hasta las raíces de los almendros.

Temblaba y un sudor frío le recorría la espina dorsal. Abiertos los ojos como platos no era capaz de ver nada por la oscuridad absoluta, pero sabía dónde se encontraba. Unos brazos musculosos la apretaban contra el torso desnudo de un hombre. Percibía su voz como un susurro lejano, poco a poco, fue comprendiendo aquellas palabras de consuelo, que confortaron y calmaron su alma. Pasado un tiempo su respiración se fue normalizando y los latidos de su corazón volvieron a ser acompasados hasta que se calmó del todo. Peet seguía abrazándola, cada vez con más fuerza. Hacía ya diez años que Peet y Shan se habían mudado al bosque. Hacía diez años, un grupo de monstruos llegaron a la pequeña población donde ambos vivían. Arrasaron todas las cabañas que no pudieron pagar el tributo de 10.000 monedas que exigieron. Shan era, por aquel entonces una pequeña niña de tan solo 11 años que había sido abandonada a la entrada del pueblo y que subsistía gracias a la hospitalidad de los aldeanos, que le daban de comer por la realización de algunos trabajos sencillos. Peet, era el mejor amigo de Shan: el hijo de un viejo leñador de la zona del cual fue la cabaña. Peet lo recordaba con claridad. Recordaba el momento en el que tuvo que escapar de los horribles monstruos salvando a Shan, la persecución, el salto al rio... Les dieron por muertos. Afortunadamente, Peet sabía nadar lo justo como para poner a Shan y a él fuera de peligro al otro lado del río. El único sitio en el que podían estar a salvo era la antigua residencia de su padre, una cabaña de una sola habitación lo suficientemente alejada del pueblo como para que los monstruos no se diesen cuenta de que estaba habitada. Allí establecieron su pequeña vida, subsistiendo gracias al mercado de contrabando. Peet se había encargado de todo desde el principio. Durante los primeros tres meses, ni siquiera dejó salir a Shan de la cabaña. Tenía mucho miedo de que le pasara algo. Nunca había sentido algo por ella, pero tras la terrible experiencia y tantos años de convivencia, ambos se habían hecho inseparables. Hacía ya algunos meses que Shan tenía pesadillas recurrentes de las cuales siempre despertaba de la misma manera que hoy había hecho. Shan nunca hablaba de ella ni de sus sentimientos y Peet no había podido sacarle ni una palabra sobre sus pesadillas y lo único que podía hacer es abrazarla con fuerza, intentar compartir su dolor, calmarla cada vez que se despertaba de esa manera.
Shan no entendía el por qué de esas pesadillas, tan solo sentía la opresión de su pecho, el miedo, el pánico. La reconfortaba que Peet estuviera a su lado pero no era suficiente. El vació que esos sueños provocaban era demasiado grande.

Un buen día, Peet salió al bosque en busca de algún animal salvaje para la cena. No volvió. Shan esperó tres días su regreso, aterrada, porque Peet no solía dejarla sola más de tres horas seguidas. Salió a buscarle, pero no le encontró. Se quedó sin voz llamándole en la noche... Perdió toda esperanza, se rindió. Cuando su futuro estaba más que oscuro, Shan encontró una nota en la puerta que rezaba así:
Olvidale, no vengas a buscarle porque no encontrarás mas que la muerte.
Tenían a Peet. Shan estaba en estado de shock. No existía otra alternativa. Debía ir a buscarle, aunque... Apenas sabía luchar. Lo único que sabía eran algunos conjuros que encontró en un viejo libro en la cabaña. Shan cogió lo imprescindible en un hatillo y salió en busca de Peet.